No me pasa nada. Es que necesito estar solo. Lo elijo. Y me gusta.
El viernes por la tarde apagó el móvil.
Sin excusas. Sin decir “luego te contesto”.
Lo dejó boca abajo en la mesa.
Y respiró. Como si al cerrar el mundo, abriera por fin su cuerpo.
Había rechazado dos planes.
No porque le molestaran las personas.
No porque no tuviera ganas de vivir.
Sino porque tenía ganas de estar consigo.
Puso música suave.
Abrió una cerveza fría.
Y se sentó en el suelo de su salón con un libro subrayado y viejo.
No leía para desconectar.
Leía para escucharse.
Como si dentro de cada línea pudiera encontrarse de nuevo.
No estaba huyendo del ruido.
Estaba yendo hacia su centro.
No se escondía.
Se recogía.
Y eso —aunque nadie lo entendiera del todo— era un acto radical de amor propio.
Durante años había llenado todos los huecos con gente.
Había confundido disponibilidad con afecto.
Presencia con pertenencia.
Y ahora sabía que no necesitaba multitudes para sentirse vivo.
A veces bastaba con el sonido de la nevera,
la luz baja de una lámpara,
y el permiso interno de no tener que ser para nadie.
Esa noche no se sintió abandonado.
No se sintió menos.
No sintió “que nadie le había llamado”.
Al contrario.
Se sintió pleno. Voluntario. Dueño de su espacio.
Porque hay una soledad que duele.
Y hay otra que sostiene.
Y cuando la eliges tú,
cuando no viene de una ausencia ajena sino de una presencia propia,
entonces deja de pesar.
Y empieza a acompañar.
A la mañana siguiente, al encender el móvil, tenía mensajes.
Planes. Invitaciones. Voces esperándolo.
Y respondió sin prisa.
Porque ya no estaba solo por defecto.
Estaba solo por elección.
Y eso lo había cambiado todo.
¿Qué es la soledad elegida?
La soledad elegida es ese espacio sin interrupciones donde las ideas encuentran aire, donde lo vivido empieza a colocarse y cobra sentido.
Es el lugar donde puedes llorar sin dar explicaciones, reír sin compartirlo y descansar sin sentirte en deuda con nadie.
En ese silencio, algo se vuelve más auténtico.
Pero no es un camino siempre fácil. Porque cuando eliges estar contigo, aparecen también tus sombras.
Todo aquello que normalmente tapas con ruido, distracciones o con la compañía de otros.
Y aunque pueda doler, ese encuentro con lo que evitas es, precisamente, lo que lo convierte en valioso.
La soledad elegida no aísla, fortalece.
Nos enseña a estar bien con nosotros mismos y, desde ahí, a relacionarnos mejor con los demás.
No es huida, es cuidado. No es carencia, es refugio.
La mirada humanista: desde dónde buscas la soledad
Desde la Psicología Humanista, lo esencial no es si estás solo o acompañado, sino desde dónde buscas esa soledad.
Si la buscas desde el miedo, puede convertirse en encierro: un modo de protegerte, de evitar el contacto, de no sentir.
Si la eliges desde la libertad, se transforma en encuentro: contigo mismo, con tus necesidades, con tu verdad.
Ese matiz lo cambia todo.
Porque la soledad buscada como huida termina pesando, mientras que la soledad elegida como cuidado se convierte en un lugar fértil.
Un lugar donde se ordena lo vivido y desde donde puedes salir fortalecido.
Beneficios que nacen de la soledad elegida
En ese espacio íntimo y silencioso ocurren procesos fundamentales:
La creatividad florece.
Sin estímulos externos que saturen, la mente encuentra aire para imaginar, conectar ideas y dar forma a lo que estaba pendiente.
Las emociones se muestran tal cual son.
No hay que justificarlas ni moderarlas. Solo vivirlas.
Aparece la autenticidad.
Estás contigo sin máscaras, sin roles, sin exigencias.
Surge el coraje de mirar lo evitado.
La soledad elegida no tapa, muestra. Y aunque pueda doler, te da la oportunidad de integrar lo que habitualmente apartas.
Se fortalece la autonomía.
Al aprender a estar contigo, dejas de necesitar desesperadamente la validación externa, y eso transforma la manera en que te vinculas con los demás.
Escuchar la experiencia sin filtros
La Psicología Humanista nos invita a no juzgar lo que aparece en ese espacio.
A no etiquetar como “bueno” o “malo” lo que sentimos, sino a recibirlo como parte de nuestra experiencia.
A veces aparece miedo, tristeza o inseguridad. Otras, calma, gratitud o creatividad.
Da igual. Todo tiene valor.
Porque cada emoción es una señal que nos habla de nuestras necesidades y de nuestro estado interno.
El objetivo no es controlarlas, ni reprimirlas, ni siquiera entenderlas del todo.
Es escucharlas. Y al escucharlas, ya estamos empezando a cuidarnos.
Una metáfora para cerrar
La soledad elegida se parece a entrar en una habitación silenciosa con una ventana abierta.
Desde fuera, alguien podría pensar que te has encerrado para evitar al mundo.
Pero desde dentro, tú sabes que ese silencio no es encierro: es aire fresco.
Es el espacio donde respiras hondo, donde escuchas tu propia voz, donde permites que la luz entre sin filtros.
Y cuando sales de esa habitación, no lo haces más vacío, sino más lleno de ti.
Con menos ruido, más coherencia.
Con menos máscaras, más autenticidad.
Entonces descubres que no siempre se trata de tener a alguien al lado, sino de poder estar contigo sin querer salir corriendo.
Y eso, en los tiempos que corren, no es poco.
Es un regalo.
Es un privilegio.
Es un acto radical de intimidad contigo mismo.